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Editoriales David Samaniego

Amar a Guayaquil

Amar a Guayaquil

Los grandes amores y quereres se parecen solamente en las palabras porque es imposible querer de la misma manera por más que se trate de algo cercano, concreto, visible, público. ¿Por qué? Los sensores, los clásicos cinco sentidos, son nuestros, de cada uno de nosotros, individuales. Si bien casi todos poseemos esos cinco sentidos, sin embargo, cada persona percibe a su modo, a su manera, acorde con sus experiencias, con sus estudios y formación, con su trabajo, con sus amistades, con sus circunstancias.

Este preámbulo es imperioso para expresar que quienes amamos a Guayaquil lo hacemos porque se trata de una ciudad que se deja amar o porque Guayaquil nació para ser amada, deseada y poseída. ¿Cómo, por qué, cuándo, bajo qué circunstancias, etcétera?, eso ya es harina de cada costal personal.

Algo más –a manera de prólogo no solicitado– para comprender mejor mi presencia y permanencia en Guayaquil. Graduado de profesor normalista en julio de 1956 hago mis pininos de educador en Quito (La Tola), paso luego al inolvidable STAR de Riobamba y antes de 1960 arribo a Guayaquil, al recordado Instituto Domingo Santistevan, como miembro de las huestes salesianas, congregación dedicada a la educación ‘de los más pobres y necesitados’. Como bisoño –mono en gestación– todo me fue nuevo, distinto: el paisaje carecía de colinas, los celajes no reflejaban los embrujos de la cordillera y a lo largo de lo que hoy se ha convertido en ciudadelas y más ciudadelas no había más que selva, víboras, esteros y animales salvajes. Por ahí anduve, escopeta al hombro, en busca de algún intruso silvestre, no era ecologista aún.

En 1969 conozco el Cristóbal Colón; en 1980 me confían la Jefatura de Estudios del Liceo Naval; luego soy primer director de la Escuela de Periodismo de la ULVR, posteriormente cofundador del Centro de Estudios Espíritu Santo, Garabatos, Ecomundo, Ecotec y la UEES. Pero, ¿por qué me enamoré de Guayaquil o por qué Guayaquil me enamoró? Por los dos caminos: no hay amores de una sola vía.

Cuando rememoro algo más de cinco décadas de ir y venir o permanecer en Guayaquil sé por qué la amo o por qué nos quisimos. El habitante del altiplano se enamoró de la ría y sus esteros, del canto de sus aves, de la variedad de especies vivientes, del mangle y su hábitat, de su gastronomía, del habla y modo de ser de su gente. Nunca olvidaré mis encuentros con deportistas, amantes de la lectura, periodistas en ciernes, cultores del bien decir y mejor pensar. No vine a Guayaquil como turista, empresario o curioso. Vine como educador. Los infantes me subyugaron por su ternura y fragilidad; la niñez tuvo la virtud de rejuvenecerme; la juventud me conquistó con sus ganas de triunfar y junto a ellos se forjaron lazos suficientes para crear un guayaquileño de corazón. Serví a Guayaquil como su primer director de Justicia y Vigilancia junto al alcalde León Febres-Cordero, quien agradeció mi trabajo por la ciudad “por su eficiencia, capacidad y honestidad”.

¡Obras son amores! Trabajé por Guayaquil. Amé la Ciudad de Octubre y me siento amado!