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Editoriales David Samaniego

‘Ite, missa est’

‘Ite, missa est’

Navidad se nos viene otra vez. No necesitamos llamarla. Un mal día las fuerzas del mercado la atraparon, para siempre. La Navidad –si bien es pretexto para dispares propósitos– sin embargo está metida muy dentro de nuestras vidas, aunque no necesariamente en la profundidad del misterio que justifica su presencia en nuestras historias.

La Navidad, aquella de los años de mi niñez que logro recordar, tuvo ribetes excepcionales que siguen incrustados en ese universo personal donde lo hermoso y trascendente permanecen sin mutaciones. Mis años niños aún conservan espacios no olvidados. No se acuerdan de regalos ni banquetes; ignoran el boato y la vocinglería de los años presentes. Esos fueron días de espera, de ilusiones, de sueños, de candor, de promesas, de sencillez, de misterios, de risas y sonrisas, de afectos íntimos. Nos acostumbramos a ver y sentir más allá de nuestra sencillez y allende la pobreza que modelaron perspectivas existenciales. ‘Ya viene el Niñito jugando entre flores y los pajaritos…’ era nuestro himno de fe, alegre y sencillo, que permeaba el ambiente navideño.

La misa del gallo era la misa de medianoche y cada mitad de noche en los pueblos serranos era sinónimo de frío helado, de viento y esperanzas congeladas. Pero allí estuvimos siempre, medio despiertos y bastante dormidos, junto a la abuela y mis padres, para asistir a la tradicional ‘misa del gallo’ en épocas en que el celebrante actuaba de espaldas al pueblo. Los cánticos de Navidad siempre fueron inspiraciones afortunadas que preservaban su caducidad. Nunca faltaron directores de coro, pero si alguna vez llegaban a escasear, los sustitutos estaban en fila, porque la gente de mi pueblo nació con una especial aptitud para pulsar una guitarra o para dejar salir de su boca melodías que eran asombro de propios y foráneos. Aquel dicho castizo ‘de músico, poeta y loco, todos tenemos un poco’ bien pudo haber nacido en la morlaquía luego de observar el comportamiento de la gente avecindada en sus cantones.

Éramos niños entonces, luego fuimos muchachos. La frase anhelada de la misa del gallo era: ‘ite, missa est’, idos, la misa ha concluido. Como almas que lleva el diablo dejábamos el templo y raudos, cual viento de páramo, enfilábamos nuestros pasos a la cocina de mamá. Allí estaban las sorpresas de media noche esperadas durante semanas. Si bien los ingredientes de todos los años eran iguales, nunca uno de ellos se pareció al otro: los buñuelos, el embrujo del pesebre, la camisa remendada, los zapatos lustrados, baratijas vistosas, el calor de los abrazos y esa dosis gigante de fe sin eufemismos cimentaron nuestra pertenencia a la familia, nuestra cercanía a Dios y nuestra certeza de caminantes en un mundo ancho y diverso.

El misterio de un Dios encarnado llegó muy temprano a mi vida, llegó cubierto de paja y musgo, en un pesebre lleno de pobreza y esperanza. No resisto adornos navideños alejados del relato bíblico. La moderna tecnología ha convertido el misterio en un juego de luces y un mercado de regalos. El pesebre nunca deja de interpelarme. El misterio me obliga a seguir siendo niño. (O)