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Editoriales David Samaniego

¿Mueren los maestros?

¿Mueren los maestros?

Vivir sin pensar es un riesgo, un salto al vacío. Acontecimientos que nos estremecen, entre ellos la muerte, nos obligan a reflexionar, a hilvanar ideas más allá de lo contingente. Los meses ya vividos del 2018 se llevaron a la eternidad a personas muy cercanas a nuestras vidas: familiares íntimos, artistas, comunicadores sociales, científicos, políticos, personas vinculadas al servicio de la comunidad, etcétera. Todos, de una u otra forma, fueron nuestros maestros porque sembraron en el camino inquietudes, sorpresas, alegrías, certezas, dudas, deseos de vivir. Todos aprendemos algo de alguien, todos somos maestros y discípulos a la vez.

Hoy me pregunto, de manera específica: ¿mueren los maestros? El maestro, más allá de todo lo que de él se diga, es un sembrador a tiempo completo. Si las semillas germinan, si los árboles extienden sus raíces, si su ramaje se llena de flores y frutos, entonces en esos frutos y en las nuevas semillas la figura del maestro nunca será olvidada, perdurará en el tiempo y en nuevos espacios.

Con mi esposa, la semana pasada, acudimos a despedir a una maestra, a una mujer que quiso ser maestra; cuando consiguió esa capacitación se sintió la mujer más feliz del mundo y empezó a repartir ciencia, alegría y valores a manos llenas, de una manera incansable, con pasión, cada día con nuevas fuerzas y metas más exigentes.

Las personas que hacen de su vocación un trampolín para servir a la comunidad; las maestras que entregan sus energías a la investigación y al conocimiento; las que se olvidan del cansancio, las que convierten la escuela o el colegio en su casa; todas ellas se transforman en seres benditos que entregan ejemplo y paz, energía y razón, valores y sentimientos al servicio de la niñez y de la juventud: esas maestras nunca mueren.

Los maestros somos seres privilegiados. Siempre estaremos presentes en la memoria de padres de familia y de aquellos niños y jóvenes con quienes tuvimos el privilegio y la dicha de sembrar. No se recuerda al blandengue y permisivo. Pronto se olvida a quienes buscaron caminos fáciles o atajos para facilitar despropósitos. Hoy al igual que ayer quienes siempre serán recordados son aquellos que propiciaron el orden, la disciplina, el trabajo, la bondad, la sinceridad, la fe, el patriotismo, los buenos modales, el altruismo y tantos valores que marcaron sus vidas y señalaron caminos para avanzar hacia programas de vida positivos y exigentes.

Desde el jueves pasado Rosa Aracelly Consuegra de Ortiz supervive en la memoria de quienes la conocimos. Se fue una mujer que quiso ser maestra, que amó su profesión y que entregó a importantes instituciones educativas su saber, capacidad y rectitud. Las alumnas del Colegio Nacional Guayaquil jamás la olvidarán. Como subsecretaria regional o como supervisora provincial ella cumplió, a cabalidad, con sus responsabilidades.

Buen viaje, dilecta amiga. Gracias por sus comentarios elegantes y certeros a mis trabajos para esta columna. Me harán mucha falta. Sus mensajes y enseñanzas reviven con su partida. Los maestros nacimos para perdurar más allá de nuestra ausencia corporal.

“Vivir en corazones que dejamos atrás no es morir”, Thomas Campbell.

(O)