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Editoriales David Samaniego

Quisicosas de un adulto mayor

Quisicosas de un adulto mayor

Me preguntan, en ocasiones, algo que hoy intento contestar. Después de los cincuenta o sesenta años algunas mentes se vuelven lúcidas y descubren, de pronto, que los adultos mayores existimos, cosa que aún no alcanzan a vislumbrar los jóvenes embarcados en un fascinante y loco devenir donde el éxito y el compromiso con un mundo en continuo cambio no les permite mirar a su alrededor.

No juzgo a las nuevas generaciones porque mi tránsito por el tiempo en nada se parece al actual, al igual que el mío nada tuvo que ver con las décadas o centurias anteriores a mi presencia en este planeta. Quizá ‘i corsi e ricorsi’’ de Giambattista Vico nos pueda ayudar a descifrar el intríngulis del comportamiento humano.

El ritmo de transformación de la época en que vivimos es de tal forma acelerado que cuando nos percatamos de él, nuevos cambios se imponen; la innovación de ayer es superada ampliamente por nuevos descubrimientos. Es por esto que entiendo o trato de comprender el atolondramiento global. En ese caldo de cultivo están los infantes, adolescentes, jóvenes y adultos de hoy. Son producto de una sociedad que ellos no la idearon, la recibieron. Comprenderles y apoyarles es una prerrogativa de quienes ‘ya vivimos’ y somos espectadores de cambios que nos alertan sin sorprendernos.

La Organización Mundial de la Salud señala que una persona hasta los 65 años forma parte del pelotón de los jóvenes y nos encasilla en estos parámetros: hasta los 17 años menores de edad; de 18 a 65 los jóvenes del planeta; de 66 a 79 de mediana edad; de 80 a 99 adultos mayores (mi caso) y más de 100, de edad avanzada. Lo que pasa, a mi entender, es que nuestro siglo ha sido capaz de arrinconar a la muerte; si antes a los setenta años alguien era calificado como viejo es porque en realidad guardaba todas las características de un viejo que hoy han sido transportadas a los noventa años, momento en que, un poco antes o después, el cuerpo ya deja de ser un instrumento dócil del espíritu. ‘C’est la vie’.

Algunos jóvenes, parientes entre ellos, gustan hablar conmigo e intentan mentalmente recorrer el camino que he transitado; son curiosos, jamás impertinentes. Cuando les hablo de espacios y momentos, que son mi hogar y mi historia, tienen expresiones como cuando vemos una película de ciencia ficción; para ellos mi vida es algo tan sorprendente y curioso que hasta creen que aquello que relato es una sutil forma de engaño porque en nada se parece a lo que ellos viven o vivieron. El pueblito donde nací, la cercanía con mis padres y hermanos, la presencia de los abuelos maternos, la casa de campo que nos formó para la vida, la escuela, los amigos, los juegos y pasatiempos, los medios de transporte, la universidad, etcétera, algo tan cercano a mi vida, es motivo de sorpresa para quienes tienen cuarenta o cincuenta años. Por ahora, este adulto mayor se despide. Queda mucha tinta en el tintero.

“No hay medicina que cure lo que no cura la felicidad”, G.G.M. (O)